Devorado por la locura

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    En una librería de viejo frente al Roxy, hace tiempo encontré un libro que en su portada (de fondo negro con una fotografía de Elvis Presley) decía lo siguiente: “Estos cuentos pueden definirse así: fidelidad a la anarquía por fobia a la autoridad. Una gran borrachera y la mañana siguiente. El fin de algo y el principio de otro algo ni mejor ni peor: distinto.” Se trataba de El rey criollo (1970), de Parménides García Saldaña (Ciudad de México, 1944-1982), del que recién se cumplieron tres décadas de su muerte y quien, junto con Gustavo Sáinz y José Agustín, fue el pilar de lo que Margo Glantz llamara la literatura de “La onda”, que se ubica principalmente en la década de los sesenta y primeros años de los setenta del siglo pasado y que, acaso sea, señala Isabel Quinónez, “la única de la literatura mexicana que logra una verdadera ruptura respecto de sus antecesoras” (“Los setenta”, en La literatura mexicana del siglo XX, 2008.)
    Los sesenta fue una época revoltosa para la juventud: estallidos sociales, descubrimiento y experimentación de drogas y amor libre, auge del rock, represión y tiranía de cualquier autoridad. Y esa portada de El rey criollo da un repaso de ello. Agarrar la onda es pertenecer a lo “establecido-fuera-de-lo-establecido”, como señala Glantz y el que se halla fuera de onda está out. Los escritores (y los jóvenes con ellos) por esos años querían poner distancia con “la momiza” (ellos eran “la chaviza”): escriben para sí mismos y para los que rechazan el sistema (económico, educativo y social) y todo aquello que les imponga una forma de ser, un comportamiento ad hoc dentro de los márgenes respetuosos y esperados; es decir, que están en desenfreno y en onda. Carlos Monsiváis apunta: “Trasladan a sus primeras narraciones otras vivencias culturales: los mass media, el lenguaje juvenil, el rock y la idea (trasminada y difuminada) de la revolución sexual.”
    Esa juventud sesentera, que se adhiere a movimientos estudiantiles masivos y levanta banderas desde la contraviolencia, no es, como los pachucos de antaño o cualquier otra minoría, un grupo al que se le puede aplastar en el momento que se quiera. Margo Glantz se refiere a estos jóvenes como a una nueva clase social: “Una nueva raza humana que se liquida en oleadas progresivas […] El establishment intenta corroerlos minándolos desde adentro, copiando sus vestimentas… abriendo la pornografía al mercado, vendiendo en los departament stores los disfraces… que los hippies ostentaban como símbolos de su singularidad, elevando a millones las cifras de los discos en que rugen los Animales o se masturban los Doors…” (Repeticiones. Ensayos sobre literatura mexicana, 1979.) Pero sólo lo logra con el ejercicio de la violencia; y aún con todo, si agachan la cabeza no huyen despavoridos ni dejan de espiar.   
    Si José Agustín, como lo sostienen algunos críticos, escribió la obra mayor de la literatura de la Onda: Se está haciendo tarde (final en laguna, 1973), Parménides García Saldaña dio a luz “la más radical y rebelde novela de la Onda”: Pasto verde (1968), que prefiguraría la violencia que estaba por desatarse en ese año. A Parménides le corresponde el lugar del más ácido e irreverente autor de la generación; él fue siempre claro en su enfrentamiento contra el establishment, al punto que rechazaba ese mundo que se le venía encima con duras embestidas, pero que, ni en sus más delirantes alucines, siquiera intentó destruir. Era una víctima de eso que detestaba, y el cauce más a la mano fue el alcohol, atiborrarse de mota e incluso colérico inhalar desinfectantes.
    Parménides publicó cuatro obras, pero todas en géneros distintos: los ya referidos El rey criollo (cuento) y Pasto verde (novela), y En la ruta de la Onda (ensayo, 1972) y Mediodía (poemas, 1975), que le bastaron para renovar a su modo el panorama literario mexicano. Alejandro de la Garza reseña en “Esos fueron los setenta”, que Parménides fue presa de un delirante genio y que “vio el abismo a sus pies y decidió saltar” (Espejo de agua, 2011.) Lo encontraron muerto en un cuarto de azotea de un edificio en la Ciudad de México, 10 días después de haber muerto por una pulmonía mal cuidada. Tan fue un gurú de la juventud de aquellos tiempos, que José Agustín escribió en su momento: “Fue una lástima que se lo tragara la locura, porque habría sido fascinante ver cómo desarrollaba su propio mito”.

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