De los males humanos

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Un sinfín de máximas dadas por la sabiduría popular, la filosofía y la religión tienden a exaltar el dolor. De hecho, a lo largo de la historia se ha consolidado una especie de pedagogía del dolor que pretende enseñarnos que, para poder alcanzar las metas más preciadas, hay que padecer. En un sentido similar, los dolores se presentan como los grandes maestros de la vida a los que debemos siempre mirar con respeto, rescatando las enseñanzas que nos han dejado en nuestro paso por este “valle de lágrimas”.

Ciertamente de los dolores llegamos a aprender, y el principal aprendizaje debiera consistir en buscar alternativas para evitarlos o aligerar su fastidio, pero, como dice el filósofo español Javier Sádaba en su libro La vida buena: “No es para ponerlos en un pedestal”. Más bien lo que parece más sensato, para sentirnos bien, es apartarnos del dolor, del sufrimiento y de la muerte. Procuramos precisamente alejarnos de ellos porque, totalmente al margen de metafísicas y religiosidades masoquistas, los padecimientos físicos o mentales, aunados a la inevitable muerte que implica la negación absoluta de bienestar y proyectos, son indudablemente males.

El mal humano se manifiesta como dolor físico o psíquico y al último lo llamamos sufrimiento, que, con mucha frecuencia, llega a ser más pesado que el dolor físico. Así como otras incomodidades pueden tener remedio cuando conocemos su naturaleza o sus causas, muchos dolores podríamos enfrentarlos si se emprende la labor intelectual de conocerlos. En este sentido, ante el sufrimiento o el dolor, a pesar del aturdimiento que llegan a provocarnos, siempre vendría bien un momento de reflexión para preguntarnos: ¿cuál es la naturaleza del mal que padecemos?, ¿es inevitable?, ¿un mal puede aceptarse porque es un medio para un fin querido?, ¿es evitable?

Los males inevitables sobrevienen de diferentes maneras, a través de desastres naturales, accidentes, la muerte de un ser querido o enfermedades congénitas. Si bien el estoicismo recomendaba resignación ante lo inevitable, en el caso de los males de este tipo casi siempre cabe la posibilidad de afrontarlos tratando de reducir el dolor y sufrimiento que provocan. En este sentido inventamos sistemas de alerta, protección y sobrevivencia ante casi todo tipo de desastres naturales y, a través de la medicina o la psicología, se conciben alternativas para paliar el dolor y el sufrimiento.

Hay otro tipo de males que son queridos porque se consideran un medio para un fin más preciado; así, por ejemplo, los desvelos de un tesista, la fatiga de un atleta o la decisión de someterse a una dolorosa intervención quirúrgica con la esperanza de seguir disfrutando de la vida, son de este tipo de padecimientos que soportamos por su carácter instrumental.

El tercer tipo de males corresponde a aquellos que padecemos y que son evitables. Sobre este tipo de trastornos comenta Sádaba: “… cierta estupidez crónica hace que suframos más allá de lo que por necesidad nos ha tocado en suerte”. Resulta absurdo padecer un mal físico cuando existen alternativas para evitarlo. Por ejemplo, hay opciones que pueden ser dadas por la biomedicina cuando los dolores son insoportables y la esperanza de vida es mínima, y adelantar la muerte, puede ser una alternativa razonable. Negar la alternativa de la muerte para paliar el dolor inevitable, además de estúpido, llega a ser perverso; es decir, el dolor y sufrimiento de un enfermo que sufre ensañamiento terapéutico y es su deseo abandonar estos males, pudiera encontrar un remedio a través de la muerte.

Los sufrimientos, como decíamos anteriormente, llegan a ser más penetrantes que el dolor físico, pero pueden encontrar vías de enmienda mediante la reflexión; de este tipo son las preocupaciones, las depresiones o el desamor. Sobre este último el amante despechado es capaz de realizar acciones inmorales y desesperadas incrementando así la persistencia de la amargura y siendo él mismo culpable de la continuidad de un sufrimiento evitable.

Los males humanos no son obra ni del destino, ni de conjuros, ni de la divina providencia; su origen está en la naturaleza, en las obras de la cultura o en nuestra propia estupidez. Somos nosotros mismo los causantes de muchos de los dolores o sufrimientos que de manera individual o colectiva padecemos; nuestras quejas constantes ante la desigualdad, la delincuencia, la contaminación, la sobrepoblación, así como muchos de los desastres ambientales, tienen su origen en las acciones humanas y muchos de ellos los visualizamos como inevitables por nuestra incapacidad, conveniencia, comodidad o pereza intelectual para ponerles remedio.

De manera similar a como se ha afirmado en otras entregas, el recurso del pensamiento se ofrece como una alternativa ante el mal.  Así como el desarrollo tecnológico en todas sus vertientes ha generado alternativas de solución a muchos de nuestros padecimientos, también ha sido el causante de nuevos e inimaginables tormentos. De manera análoga, la reflexión sobre el alcance de nuestras acciones es una vía para comprender la naturaleza y la causa de los males que padecemos y en muchas situaciones podría ser el sendero para evitarlos o afrontarlos con menos dolor.

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