De ciudades y cantos

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La poesía pasó de ser la memoria hecha canto para el pueblo, en la Antigua Grecia, a ser uno de los géneros literarios más marginados entre lo marginal en la actualidad. Los lectores escasean y los poetas, aunque con voces que se alzan en papel, parecen no encontrar el punto de contacto con ellos. Ahora ha vuelto a la práctica de antaño: buscar el cara-cara, buscar lo humano y la palabra, intentando coincidir en un espacio que permita hacer emerger de la impresión a la oralidad lo que el poeta, con ahínco, ha estampado en tinta. En esa búsqueda de contacto con el lector tapatío, con la cual conversa reiterativamente en su obra, Víctor Villalobos quien es poeta y cronista, así como un lector devorador de obras —de esos que inspiran miedo, elemento definitorio de sus textos— presenta Calles, espejos y cantos, editado por Libros Invisibles.

“El título es una reelaboración de la bohemia, de esto de vino, mujeres y cantos. Tiene que ver con una visión personal de lo urbano, de la música y la cultura en una ciudad que, como dice Café Tacvba, nos hace tanto bien y tanto mal, y de la que no puedo sustraerme porque crecí en ella. Es un intento, a lo mejor vano, de asir la realidad”, comenta Víctor, quien confiesa que aquello que en primer lugar motivó la escritura de esta obra, hace más de diez años movido parcialmente por lo que él considera una lectura errónea sobre el concepto de la muerte del poeta y la destrucción total de la poesía —algo en lo que ahora encuentra poco sentido— “atendía a esta necesidad de querer romperlo todo y fragmentar la realidad. Una fragmentación que quedó arraigada en el poemario, aunque no puedo decir que tras esta reelaboración necesaria con el paso del tiempo, sean éstos los mismos poemas que escribí entonces”.

La escritura automática, una de las técnicas empleadas en la creación original, tuvo que ceder ante la revisión de textos cuidadosamente detallados, pero la exigencia de un elaborado ritmo interno permanece latente tanto en el verso libre como en la construcción de sonetos, que también forman parte de la obra. El montaje de una apariencia de caos en el libro refuerza el carácter peripatético de quien conoce, a partir de la deambulación, las grietas de un espacio urbano cada vez más propio. Ecos de metáforas en las que los espejos representan aquello que el poeta muestra, más allá de aquello de lo que el poeta es —y que traen a la memoria las construidas por Borges y Cortázar como influencias innegables— que nos presentan a un autor imbricado en la cultura, cuando éste se convierte “en una antena que recibe el espíritu del tiempo, como dice Heriberto Yépez, y queda ya solamente aquello que cantaba Radiohead: ‘He aquí al impostor, pues el verdadero se ha ido para siempre’. No sé si haya logrado mostrar a otros, sería lo ideal, desvincularse de uno mismo, pero lo he intentado”.

Al final, con las dudas acumuladas a través del tiempo y una clara inmersión de éstas en la pluma correctora de su autor, Calles, espejos y cantos semeja una bitácora de los años más recientes —y al mismo tiempo de los más cambiantes— de una ciudad que crece a veces abrazando placenteramente y otras tantas asfixiando a sus propios vástagos, esa Guadalajara en la que bien podrían manifestarse muchas otras urbes; una lírica del caos con carices de crónica que le habla a un lector dispuesto a la interpretación, pero al que “tampoco se trata de colocar en medio de un archipiélago de sentido para que él llene lo demás”.

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