Como en los vuelos de una mosca

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Espectadores es una novela de historias breves, acumuladas y conducidas según los derroteros caprichosos de una voz de adolescente. Las tramas poseen las tensiones que ofrecen ciertos devenires inciertos. No hay un tiempo ni un espacio correlativos al ser de las formas dispuestas en la coherencia de lo que fueron, sino una alteridad donde las formas son por un momento el precedente de otra forma posterior. Las partes del todo novelado no conllevan la idea de un orden linear, sino las rutas ondulatorias de un aparente movimiento anárquico. No hay un después inmediato de a entonces b. Si existe un orden, éste habrá de ser observado en línea directa con la presencia activa de los lectores de estas breves historias. Se llama Espectadores (2016), y la autora es Yoon Sung-Hee.

Leer esta novela es como estar en los vuelos de una mosca. Esto es, resulta que nos vemos yendo por los vuelos rápidos y azarosos de ese animalito doméstico que se posa en la superficie de las cosas. Al posar y obtener la imagen, es tanto como haber alcanzado un espacio cuyos intervalos nos hicieron experimentar los destellos de una memoria suelta en su autonomía. De lo próximo se desprende un viaje en órbitas helicoidales; en tanto que a lo lejos, el vuelo se hace con tímidas parábolas de curvas breves.

Le regalé una caja de caramelos a la chica. “¿De dónde has sacado eso?”, me preguntó mi madre. Miré alternativamente a mi tía y a mi tío y dije: “Lo he robado antes”. “El dependiente es tu padre y tú robas… ¿Y no sois raros?”, exclamó la chica. Me quedé sin palabras y bostecé involuntariamente. “¿Tienes sueño?”, preguntaron a la vez mi madre, mi tía y mi tío.

Mediante giros rápidos y suspendidos, el relato va logrando encabalgamientos. Con tales giros se obtienen los desplazamientos de lo central y nuclear, y de esta manera las mínimas historias aparecerán dispuestas en los límites de lo inconcluso, o bien, de finales postergados para la atenta memoria del lector.

A mi madre se le saltaron las lágrimas al escuchar la historia de un hombre que llevaba diez años rezando bajo un árbol que había sido alcanzado por un rayo. No podía ni imaginar que su propio hijo ya había memorizado en otoño el nombre de todas las constelaciones. Tampoco podía suponer que su hijo deseaba recibir un telescopio como regalo en su décimo cumpleaños. Mi sombra se iba alargando y mi mochila cada vez pesaba más. La ropa de mis padres estaba cada vez más descolorida por el sol y sus mochilas pesaban cada vez más.

En el centro de todas las historias está la familia. En varias de estas breves historias la cotidianidad es el marco en que se tensa el lienzo, y en éste se conjuga lo ordinario y lo extraordinario sin dilatados preámbulos. Los fondos se exhiben por los vuelos de una prosa ágil y apresurada, donde las figuras se logran en una economía de lenguaje sucinto. Fondos y figuras se realizan sin poderosas perspectivas. Antes bien, los nexos de los personajes según sus actos, se obtienen por una técnica que nos recuerda a la pintura “naïfe”. Pareciera que nosotros, como “espectadores”, fuéramos montados en el lomo de una mosca para presenciar los movimientos de existencias comunes, genéricas como pueden serlo “la muchacha”, “la niña”, “el anciano”, “el chico”, frente a figuras familiares, tales como “mi abuelo”, “mi madre”, “mi tío el mayor”. Además de espectadores, somos testigos de acciones en las que se mezclan lo familiar y lo extraño: “La niña descubrió los dibujos un año y medio después de que el chico los pintara […] El día que mi abuelo encontró a la niña en el baño, ella estaba mirando los dibujos con la cabeza entre las piernas como siempre”.

En suma, la novela de Yoon Sung-Hee forma parte de esa clase de obras en que lo cotidiano y lo familiar ocupan preponderantemente el campo energético de la narración. Todo lo demás, como por ejemplo lo social y lo urbano, no es más que el fondo difuminado por el que se perfilan las existencias de los personajes filiales de la voz narrativa de un adolescente.

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