Claudio Magris

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No es una casualidad que la primera vez que vi a Claudio Magris en Guadalajara, fue cuando él estaba saliendo de una cafetería de la colonia Americana, poco días antes de la feria. No por nada, al escritor italiano, Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2014, cuando vivía en Turín un amigo le dijo: “Claudio, cuando no estás en un café, se te encuentra en el restaurante”. Y de hecho es en el Caffè San Marco, ubicado en el centro de su ciudad natal, Trieste, donde escribió buena parte de sus obras, porque “me concentro mejor que en casa. Allá hay muchos libros, mucho más interesantes de los que podría escribir yo”, ha declarado a un medio italiano.

En el caffè recibe el correo, lleva a su perro Jackson (en honor al general estadounidense) y suele dar entrevistas. Este lunes 1 de diciembre, en cambio, nos recibe en una elegante sala del piso 19 del Hotel Hilton, donde, a pesar del mobiliario moderno que contrasta con el clásico veneciano del Caffè San Marco, parece sentirse cómodo, sentado a sus anchas en un amplio sillón. Pero afable, sonriente, sin arrogancia.

¿Por esto, hace poco dijo que usted ya no es el protagonista de su vida?

Esto se aprende a una cierta edad, se aprende a considerarse una especie de comprimario, de actor número dos. Y ello no quiere decir no amar a la vida, o no buscar vivir lo mejor que se pueda, pero sin esa hipertrofia del ego, sin la idolatría de sí mismo; todo sumado es no tomarse demasiado en serio.
Como en la ceremonia de inauguración de la FIL, dice estar feliz por el premio que recibió, por la generosidad que lo rodea, “pero no es que me haga creerme quién sabe quién, lo vivo sin idolatría hacia mí, y esto ayuda a vivir, ayuda a soportar mejor cuando, en lugar de premios y demostraciones de cariño, se reciben de la vida cachetadas y demostraciones de agresividad”.

Es como la metáfora que usó en la ceremonia de inauguración: “Cada uno de nosotros es un mar que se enriquece con muchos ríos”.

Así es, es cierto.

Río, como el protagonista de su novela más famosa, El Danubio, y mar, como el Adriático, que en Trieste es un espejo que refleja continuamente a la ciudad —con respecto al cual Esther Cohen, en una semblanza del autor, dijo que nunca lo vio tan emocionado, “como un niño”, cuando juntos fueron a meterse al agua en una de sus playas— y que seguido, simbólicamente, aparece en sus libros: “Nos gustaba tanto sumergirnos juntos en el agua azul oscura, profunda enseguida, a la orilla de aquella isla que habíamos hecho nuestra; tal vez sólo allí abajo, en la fijeza de aquellos instantes tan largos como siglos, fuimos felices”, dice la protagonista de su libro Así que usted comprenderá.

Lo definieron, entre otros apelativos, como un escritor de agua: ¿qué importancia tiene este elemento en su escritura, y ésta tiene que ver con su ciudad?

Tienen que ver con Trieste por varias razones: una, general, es que el golfo de Trieste es un mar donde se cruzan dos fronteras, la entre Italia y Eslovenia, y entre Eslovenia y Croacia; tiene que ver con la tradición marítima de Trieste, y tiene que ver con mi vida personal, desde pequeño, porque mi madre amaba mucho el mar, por lo que mis primerísimos recuerdos están ligados al mar de Trieste, a los juegos, las aventuras, los primeros encantamientos amorosos. Trieste tiene la ventaja de ser una ciudad pequeña, por lo que todavía ahora, cuando tengo media hora de tiempo, agarro el coche, en diez minutos llego a la playa, me zambullo y me regreso.

Ese mar que inspiró a otros grandes escritores del siglo XX, como Italo Svevo, Umberto Saba y James Joyce. “El mar tiene que ver con que nosotros estamos hechos de agua, venimos como especie desde el mar, aprendemos antes a nadar que a caminar en las aguas maternas. Luego el mar que yo amo, es algo que me da un sentido de abandono, de unidad con la vida; no me cansaría nunca de escucharlo, de verlo, y en este sentido es estrechamente ligado con el eros, con el amor; para mí es impensable el amor sin el mar”.

Y entonces parece Magris, el que por boca de la protagonista del citado libro, recuerda: “Cuando hacíamos el amor, era como un mar, una gran ola que se mece, se eleva, se hunde y rompe en la orilla”.
Pero el agua es solamente uno de los elementos recurrentes en sus novelas; los otros, la frontera, el mestizaje (tanto de culturas como de registros narrativos), la referencia a la mitteleuropa de nuevo, inevitablemente, hacen pensar en Trieste.

“La frontera ciertamente en un principio ha sido fundamental, por mi experiencia concreta de triestino (gentilicio para habitante de Trieste), porque la frontera está muy cerca al centro de la ciudad, y Trieste, ciudad pequeña, ha sido por muchos años la frontera de la Cortina de Hierro, una frontera insorteable, detrás de la cual estaba un mundo oscuro y amenazador, pero que yo contemporáneamente conocía bien, porque había sido el mundo que había formado parte de Italia y que había conocido de niño. Entonces, esta coincidencia de un mundo que es al mismo tiempo familiar e ignoto, es fundamental para la literatura, que siempre es un viaje de lo noto a lo ignoto, y viceversa”.

Un mundo donde vivía una civilización, como dijo en el discurso que dio al recibir el premio, “que ha padecido con enorme violencia la erradicación, el exilio, la persecución, la amenaza de la aniquilación de la identidad, a la que opusieron una extraordinaria resistencia individual, un indiscutible humorismo”.

Resistencia que se convirtió en su resistencia, y ha dado vida también a El Danubio, su novela más famosa, en el que el gran río se convierte en el símbolo de la frontera entre Europa y la “otra Europa”, como se le conocía a la del Este, “y creo que mucho de lo que escribí nació también del deseo de quitar ese adjetivo ‘otra’, de hacer entender que aquella es Europa de igual dignidad”.

Tal vez por eso, como dijo, “la escritura de Danubio es mestiza, impura, mescolanza de géneros y registros estilísticos, como las aguas de un cierto azul del río. Y eso vale para todas mis obras”, donde “la escritura es al mismo tiempo una guardia fronteriza y un passeur: establece fronteras y las transgrede”.

Y trasgredir fronteras y géneros, en su escritura, es algo natural, porque, dice, “durante nuestra vida, pasamos continuamente de un género, por así decirlo, a otro”.

¿En busca de una novela total?

Yo creo en la novela total. Obviamente, es una meta que ningún libro puede alcanzar, y también hay que entender que esta totalidad no es una suma de cosas, sino un intento de asir lo que mantiene unida a la infinita diversidad de la vida. Goethe hablaba del hilo rojo que había dentro de cada cuerda de cada barco de la flotilla inglesa, escondido, envuelto en cada cuerda, como para indicar que en esa gran diversidad de barcos, existía una sustancial unidad. Cuál es nuestro problema: que este hilo rojo, para continuar con la metáfora, se ha perdido, se rompió y terminó en el mar, y la grande novela del Novecientos, sobre todo, y tal vez también la de estos primeros años del nuevo siglo, ha sido el intento de contar este naufragio, esta búsqueda de la unidad de la vida, que no es la suma de la vida, sino el sentido épico de la unidad de la vida presente en todas las cosas, haciendo cuentas con el naufragio, con que no se le encuentra. Un escritor italiano muy bueno, Raffaele La Capria, ha dicho que las obras maestras de la novela del Novecientos son obras maestras fallidas. Con esto no pretendía decir que Joyce, Svevo, Proust y los grandes sudamericanos no sabían hacer novelas, pero que se confrontaron con este inevitable fracaso del intento de captar la unidad del mundo, y que entonces lo han asumido en las mismas estructuras narrativas, persiguiendo el orden pero buscándolo necesariamente a través del desorden.

¿Esto se refleja también en la sociedad actual, y en la política? Usted ha hablado en diferentes ocasiones de un regreso del populismo, de un empobrecimiento de la burguesía, fenómeno ni nuevo ni viejo en América Latina, que ahora se enfrenta al surgimiento de neopopulismos…

Yo he acuñado una palabra, copiando a Marx: él hablaba de Lumpenproletariat, yo he dicho lumpenbourgeoisie, es decir burguesía pordiosera, pero no en el sentido de pobre, sino intelectual y moralmente falta de forma y de estilo;  ya no hay ni los viejos vicios de la burguesía, las viejas culpas ni los valores, no se podría ni hablar de burguesía sino más bien de una clase indistinta y, lamentablemente, lista a ser usada en todo tipo de aventuras; y esto, la crisis de la democracia representativa, es extremadamente peligroso, porque la política no es la unión mística que en otra dimensiones —la religión, el eros— está bien, sino que es una relación entre el ciudadano y las otras formas intermedias, con su capacidad de autogobernarse, y que está hecha de delegar, y este fenómeno que se difunde en cualquier lugar es un fenómeno peligroso.

Ha declarado muchas veces que uno de los periodos más difíciles de su vida ha sido cuando revistió el cargo de Senador. ¿Está desilusionado con la política?

Yo me hallo incómodo, me siento en dificultad y fuera de juego por esta nueva forma de democracia plebiscitaria, donde el capo político quiere ser amado y dice: soy como ustedes. Lamentablemente han cambiado las reglas del juego, y creo que la culpa es de todos nosotros, porque muchas de las personas y de las fuerzas políticas que piensan como yo, no creíamos posible esto, estábamos demasiado seguros de que el sistema amado y defendido por nosotros fuera una cosa indiscutible; desafortunadamente nada es indiscutible, y esta transformación nos agarró desprevenidos, como un puño, y esta es la nuestra culpa, porque políticamente se paga esta ceguera, y hemos sido muy ciegos.

Pero en la literatura Magris no ha perdido la esperanza. Dice que está a punto de terminar una nueva novela, que llega después de varios años de haber publicado la anterior, A ciegas (2005), libro en el cual, confiesa riendo, tenía la sensación de haber metido todo, “de haber tirado la casa por la ventana”.

“Luego obviamente la vida sigue, y ahora estoy concluyendo un libro bastante amplio, y sobre todo muy variado en historias, contenidos y vicisitudes”, que trata del único horno de cremación de la Segunda Guerra mundial construido en Italia, y que estaba justamente en Trieste, donde alrededor de cuatro mil personas han muerto o de allí han sido enviadas a Auschwitz, hecho que se mantuvo escondido por mucho tiempo.

“Lo acabé, pero no estoy muy convencido de muchas partes, hay algo que todavía no he resuelto en la estructura. Ahora viene todo un trabajo de cirugía, de cocer y descocer, y sobre todo de tirar, que me espera. Marisa, mi pareja, escritora también, era maestra en el arte de podar, y ella me ayudaba mucho”.

Con esta última frase, es imposible no regresar de nuevo a su libro Así que usted comprenderá, donde, en un juego casi perverso, parece que Magris se mete en los zapatos de la protagonista, esposa de un poeta, para hablar de sí mismo como si fuera su mujer (que murió en 1988), en una suerte de homenaje póstumo: “Yo sus palabras se las podaba, claro —él, con lo excesivo y desmesurado y magnánimo que siempre ha sido, se prodigaba en palabras a manos llenas y yo se las mondaba, tiraba la corteza, la raspa e incluso bastante pulpa (…) A mí me lo debe, que le he limpiado sus páginas de la mucha grasa y papilla sentimental que tenían (…) Yo era su Musa y a una Musa se la obedece, ¿o no es así?”.

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