Brujas o del miedo a la mujer

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En 1892 el belga Georges Rodenbach (1855-1898) publicó por entregas, en el diario parisino Le Figaro, la que sería su obra más conocida: Bruges-la-Morte. La novela, de corte simbolista, narra la vida de Hugues Viane, un viudo habitante de Brujas, desde el día sucesivo a la muerte de su esposa. Esta ciudad refleja en sus aguas la soledad y la desdicha del protagonista: “A la esposa muerta tenía que corresponderle una ciudad muerta” (Brujas la Muerta, 2011).

La casa del viudo se convierte en una suerte de santuario donde la difunta funge como “Santa” y patrona del lugar; fotografías y pertenencias se guardan religiosamente, pero el centro magnético del espacio es la cabellera trenzada de la muerta en una caja de cristal. El protagonista ha convertido el dolor en su religión y se aferra a la mística esperanza de reencontrar a su esposa en la eternidad. Sin embargo, a cinco años de viudez Hugues descubre en sus caminatas nocturnas a Jane Scott, una bailarina que pareciera el doble de la esposa muerta. Es tal el impacto de Hugues que, pese a sus temores de no volver a ver a su “Santa” en el plano celestial, convierte a la bailarina en su amante.

La narrativa de Rodenbach se erige en esta obra como un laberinto de espejismos que comienza en la ciudad y su reflejo sobre las aguas inertes, de allí que la ciudad sea también proyección de la difunta. Pero la imagen de mayor dramatismo en la novela es la mujer frágil figurada en la fatal. Este juego de dobles echa mano de diversos sintagmas fijos de los ideales estéticos de finales del siglo XIX, tales como el culto por la esposa muerta, el viudo, la femme fatal y la ciudad lóbrega. No por ello esta obra repite fórmulas, pues Rodenbach logra una narrativa envolvente y sostenida; conduce al lector sobre senderos melancólicos, plásticos y enmarañados; va de la soledad casi mística a la comezón del pecado placentero, al mismo tiempo que perturbador, con un final que corta el aire de un golpe certero.

La novela, ya se ha dicho, destaca la idealización de la amada muerta. Sin duda este culto estético se inserta en Brujas la Muerta debido al influjo de Edgar Allan Poe (1809-1849), quien recurrió al tema en “El cuervo” (1845) y lo expuso a manera de ensayo en La filosofía de la composición (1846). Poe convenía que el tema más poético del mundo es la muerte de una mujer bella y que los labios más aptos para hablar del tema eran los del amante desdichado, los del viudo. Se trata de una postura estética, pero también constituye un rasgo psicológico propio de la época; es la admiración por la monja doméstica, la mujer frágil cuyas características físicas se apegan a las vírgenes prerrafaelistas. En palabras de José Ricardo Chaves esta imagen ayudaba a compensar la virilidad en crisis tras el cambio de roles propio del siglo XIX (Los hijos de Cibeles. Cultura y sexualidad en la literatura del fin del siglo XIX, 2007).

Rodenbach deja asentada con cierta urgencia la imagen de la esposa muerta como una virgen “marchita”. De su descripción física destaca la cabellera y alude que “las vírgenes de los primitivos flamencos ostentan melenas semejantes…” Esta mención se plaga de significados ambiguos, pues la trenza será un signo sagrado al mismo tiempo que fatal: es la cabellera celestial que no dilata la lujuria sino que la oculta, de la manera en que Santa Inés o María Magdalena han sido representadas. Sin embargo, cuando la bailarina profana el espacio dedicado a la “Santa”, Hugues decide ahorcarla con la reliquia.

La acción final de la novela interpreta el miedo masculino hacia la fatalidad femenina, ya sea a la femme fatal en su esencia más pura o a la semilla negra depositada como germen activo en toda mujer desde el mito bíblico. Hugues, al tomar la reliquia como arma, queda a salvo de las dos. Sin embargo, ocho años después de la publicación de Brujas la Muerta, el escritor mexicano Efrén Rebolledo (1877-1929) pareciera indicar el destino del viudo en “La cabellera”, cuento publicado en las páginas de la Revista Moderna, en el que un poeta decide ahorcarse con la cabellera de su amante. Más tarde, en 1919 Rebolledo mismo volvería a utilizar una cabellera femenina como ahorca en Salamandra. En ambas obras de lograda narrativa hay un giro significativo donde la fatalidad de la cabellera y de sus poseedoras no da tregua a la fragilidad. Rebolledo destierra a la femme fragile indefensa e incapaz para dar rienda suelta al prototipo de la femme fatal que, en palabras de Baudelaire, “reinara por el espanto”.

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