Bocetos para una efigie

    1065

    La devoción hacia el narrador Daniel Sada (Mexicali, 1953-DF, 2011), la tarde del lunes 26 de noviembre, en el marco de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, llevó a los escritores Federico Campbell, Élmer Mendoza, Antonio Ortuño y su viuda Adriana Jiménez, a lograr un evento emotivo y, podríamos decir, íntimo. En la mesa de trabajo se delinearon algunos esbozos sobre la biografía del autor de Juguete de nadie y Una de dos.
    Desde ahora podrían acercarse infinidad de notas para escribir la definitiva semblanza de un escritor que fue, en todo caso, una especie de isla literaria en nuestro país. Con una obra rigurosa y sin menoscabo de calidad, anotó Antonio Ortuño que Sada fue un autor “mucho más influyente de lo que fue” y adujo que aunque con pocos lectores, debido a su particular estilo “eligió otro camino”, aquel que lo llevó a hacer una obra reconocible en líneas muy finas, casi imposibles de repetir, debido a que se afanó en “lecturas y experiencias”, pero sobre todo en hacer “amistades” muy firmes. El alumno de Sada, Antonio Ortuño, calificó la prosa de su maestro como “espléndida” y la definió como una que estuvo ligada a su “humor narrativo”.
    Élmer Mendoza recordó, entonces, las charlas sostenidas con Sada en la ciudad de Culiacán, donde a fondo discutieron sobre la literatura del siglo XIX, de la cual discernieron, sumergidos en el calor de Culiacán, de que allí estaba “la base de la narrativa contemporánea”. Élmer Mendoza calificó a Sada como a un narrador grande que “tenía gran imaginación para reinventar historias”.
    Por su parte Federico Campbell advirtió —durante el homenaje— que Daniel Sada asumió la literatura como “él último refugio de la verdad, y también como juego”.
    La viuda del autor de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, Adriana Jiménez, en su intervención mencionó “que la crítica siempre ponderó, junto con la profundidad de su punto de vista y el gozo que transmite su lectura, en su universo lingüístico”; quien anotó, en relación a su último libro escrito, El lenguaje del juego, Sada penetró en “un juego trágico, un juego en el sentido antropológico, ritual, un juego en el que se pude perder la vida”, pues su tema central son historias sobre el narcotráfico.
    Quizá lo mejor para alcanzar una verdadera biografía del autor, sean sus palabras, que se pueden recoger de las muchas entrevistas que ofreció a lo largo de su vida de escritor.
    La última vez que conversé con Sada (La gaceta 612), edificó algunos apuntes que, fragmentariamente, ahora reproduzco: “Yo apuesto mucho por la oralidad. Posee vertientes insospechadas. La oralidad siempre crece de una manera que pocos pueden prever. De pronto hay poesía en ésta, hay metonimia e imágenes. De hecho yo hago siempre apuntes. Uno de mis títulos de novela lo escuché en una estación de autobuses. Lo dijeron en un estanquillo, donde yo tomaba un café. Y de repente escuché: ‘Porque parece mentira la verdad nunca se sabe…’; lo dijo un señor a una señora que le estaba vendiendo malteadas. Nunca me he propuesto tomar una línea de escritura; de repente se acumularon historias del Norte, porque es de donde yo vengo: de súbito aparecieron historias citadinas… de hecho no descalifico ni la una ni la otra. La gente me identifica más como escritor de la provincia, porque la mayoría de mi obra está situada allí. Uno tiene que ser sincero y honesto con lo que conoce. Yo viví hasta los quince años en un pueblo y me di cuenta de que mi capacidad de asombro era diez veces mayor al tiempo en que he vivido en la ciudad. Cuando yo vivía en los pueblos apreciaba las cosas y los hechos como si los viera por primera vez. Temía que al vivir en la ciudad disminuyera mi capacidad de asombro. En la ciudad yo no puedo seleccionar, y en un pueblo tengo la oportunidad de escoger, de elegir. Hacer mía toda la percepción de las cosas. En la ciudad se me impone todo: es como un monstruo que me apabulla y yo tengo que percibir y ser sensible a todos estos avatares urbanos. No me inspira la ciudad como me inspira la provincia, sobre todo las zonas rurales; en la ciudad mi alcance es muy poco, no puedo contemplar tanto, porque aminora mi capacidad de hacerlo y por tanto mi capacidad de asombro. La ciudad determina demasiado la conciencia y la percepción. Yo quisiera que la temporalidad de la prosa y las imágenes tuvieran ese estiramiento, esa tensión que percibí cuando vivía en los pueblos”.

    Artículo anteriorHernán Mendoza
    Artículo siguienteOjalá