Beber literalmente hasta la muerte

975

En su novela Sorgo rojo, Mo Yan describe una escena significativa: mandado por un juez, un hombre se tira a un pozo para sacar a dos cadáveres (leproso uno de ellos); pero antes de sumergirse, este hombre le pide a unos compañeros de trabajo en la destilería que lo rocíen de pies a cabeza con vino de sorgo. El líquido ha de funcionar como protección contra la peste. No es lo único en esa saga de Yan parecido al milagro: por accidente, los productores de vino de sorgo se percatan de que su sabor mejora ostensiblemente a partir de que, en el tonel en que se está madurando, se eche una meada. El pasaje lo tomo de pretexto para anotar que hay un carácter salvífico, medicinal, en el alcohol. El alcohol entendido como bebida, como trago para adentrarse en la soledad o celebrar el acompañamiento, incluso para ponerse en camino del descubrimiento. Otro tanto sucede con el cigarrillo; sin embargo, el alcohol ha sido un compañero —a menudo más socorrido— en la historia humana. En algunos escritores esto adquiere una estatura considerable, en otros lo es todo; y hay quienes hacen de la bebida un único ritual para abandonarse a sí mismos, dejarse de sí mismos. Vaciarse.

La narradora Amélie Nothomb, en su Biografía del hambre, refiere sus primeros contactos con el alcohol: en las recepciones que hacía su padre como diplomático en China, ella, una niña de apenas seis años, se colaba en los salones con la mente fija en el hurto: “Nadie me veía coger las copas de champán abandonadas y a medio vaciar. De entrada, el vino dorado con burbujas fue mi mejor amigo: aquellos burbujeantes sorbos, el placer del baile de las papilas… La existencia estaba bien concebida: los invitados se marchaban, el champán se quedaba. Yo vaciaba las copas en mi gaznate”.

En 1975, tras haber publicado muchos de sus cuentos, John Cheever, alcohólico consumado, pasó una temporada en una clínica de desintoxicación. Al salir, escribió y publicó la novela Falconer, que le daría el éxito ante los lectores y la crítica y, curiosamente, a partir de lo cual sería revalorado parte de su trabajo como cuentista. No es sorprendente, por eso, que la mayoría de sus personajes sean mujeres y hombres asiduos a la bebida, proclives al sosiego almibarado. En “El nadador”, para citar sólo un caso, cuenta la odisea de un tipo que atraviesa todo el condado para llegar a su casa y lo hace a través de las piscinas de sus amigos y vecinos: en cada parada le queda tiempo para conversar, pero sobre todo para echar un trago.

En algunos de sus poemas contenidos en Un trueno más allá del Popocatépetl, el escritor inglés Malcolm Lowry escribe condolidas plegarias a los borrachos que morirían al día siguiente por la resaca. Y en su novela más conocida, Bajo el volcán, da cuenta de la vida de un hombre que vive en un estado permanente de ebriedad. Algo que Lowry no desconoció en absoluto en muchos años de su vida: incluso, hay versiones que apuntan a que Geoffrey Firmin, el excónsul británico y personaje central, se trata de su alter ego. Lowry, anota Alma Espinosa, fue un borracho, no un bohemio.

La apuesta de Lowry por el alcohol no es fácil, dijo José Luis Rivas, “porque va en juego su propia vida”. Situación semejante a la vivida por la novelista francesa Marguerite Duras, quien escribiría El amante tras un prolongado periodo de alcoholismo y alejamiento: se lanzó de cabeza al pozo para rescatar ese cadáver.

“Beber no es obligatoriamente querer morir, no. Pero uno no puede beber sin pensar que se mata”, escribió en “El alcohol”, un texto recogido en el volumen La vida material. Duras aceptó desde siempre su apego a la bebida; más aún, el alcohol fue un paliativo y un acicate, un aliciente y un infierno que ella procuraba con total entrega: del dolor al amor a la soledad y la extrañeza. “Jamás bebía para estar borracha. Jamás bebía deprisa. Bebía todo el tiempo y nunca estaba borracha. Estaba retirada del mundo, inalcanzable”. Su carácter se descubre en esta frase que habla de la condición del bebedor empedernido, o de ella como bebedora insaciable: “Lo que impide que uno se mate cuando está loco de la embriaguez alcohólica, es la idea que, una vez muerto, no beberá más”.

Artículo anteriorEn llamas el hogar de las aves
Artículo siguienteTransporte incluyente