Alma Guillermoprieto

1098

Cuando ella habla, hasta Gabriel García Márquez asiente. Bajo el mural del “Hombre pentafásico”, de José Clemente Orozco, el hijo del telegrafista no dejaba de mover la cabeza afirmativamente, mientras la reportera Alma Guillermoprieto daba su conferencia, invitada por la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar. En aquella ocasión, la autora de Historia escrita dejó en claro su postura frente al oficio: “Un periodista no puede tener un domingo tranquilo con barbacoa y piscina inflable. Debe estar pensando siempre en la próxima historia”.
Mientras recuerdo esta frase (o la reconstruyo lo mejor que puedo) espero la hora acordada para la entrevista. Sentado en un equipal, en el jardín interior de un hotel-boutique de la zona Chapultepec, se escuchan las campanas de una misa de siete en este viernes de la semana de Pascua. Me esfuerzo por recordar el tono de voz de esta cronista que se encuentra nuevamente en Guadalajara para impartir un taller para la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano.
Al pasear la mirada por las habitaciones del hotel, mi atención se detiene en el único ventanal abierto. En la suite principal, una hamaca de gruesos hilos apenas se levanta del suelo. Los dedos largos de una mujer dan vuelta con flojera a las páginas de un libro —que a la distancia— parece ser de arte.
Las campanas me regresan a la espera y decido presentarme nuevamente en la recepción. Alma Guillermoprieto baja las escaleras mientras finjo observar los títulos de un pequeño librero en el vestíbulo: Stephen King y John Grisham. Ningún libro del cronista y aventurero estadounidense Richard Halliburton, quien viajó de Persia hasta Machu Picchu, y del cual Guillermoprieto ha confesado ser admiradora.

Enraizada en la tierra
La mujer que ha entrevistado por igual a Carlos Salinas de Gortari que a un mariachi en la plaza Garibaldi, no se siente cómoda frente a un reportero. Tal vez le suceda lo mismo que a Roland Barthes (quien tampoco le gustaba ser entrevistado), que consideraba inútil el habla que sólo refuerza la escritura.
Alma Guillermoprieto habla porque parece no quedarle más remedio. Lo hace en los talleres que imparte desde 1994 en la fundación que preside Gabriel García Márquez; también cuando dicta una de sus conferencias a las que es invitada regularmente. Pero lo suyo es la escritura y como tal se confiesa una obsesa de la técnica. “Mis crónicas tienen un estilo terco. Busco producir una emoción memorable en mis lectores, trato de escoger las palabras adecuadas, los ritmos precisos. Quiero transmitir”.
Sentada frente a mí, su vestimenta oculta el cuerpo delgado y grácil de la que fuera una bailarina de ballet en Nueva York. Aunque en su libro más autobiográfico, “y el único escrito originalmente en español”, La Habana en un espejo, la descripción que hace de sí misma es seca y definitiva: “Yo era de cadera ancha y cintura larga, y parecía estar enraizada en la tierra”. Y esta mujer alta y taimada de verdad parece un árbol que se levanta sobre el suelo y cada palabra suya se asemeja a un paso de gigante.
—Yo escribo sobre las cosas que veo —dice mientras pide un vaso con agua que no tocará durante toda la conversación.
Para comenzar le hago la observación de que en la serie de entrevistas titulada “Maestros del periodismo”, que el diario español El País publicó cada semana durante más de un mes en febrero de 2009, ella era, junto a Tomás Eloy Martínez, la única representante de Latinoamérica, y que en medio de nombres como Jean Daniel, Eugenio Scalfari o Bred Bradlee, era la única que aparecía con el título de “reportera” frente a calificativos como “fundador”, “vicepresidente”, “ex director” o “periodista y escritor”.
—No me había dado cuenta, pero por exactitud soy reportera más que periodista. Y me enorgullezco de esta distinción.
Alma Guillermoprieto ha sido corresponsal durante sus 30 años de carrera y casi siempre ha escrito en inglés. Ha trabajado para The Washington Post, The New Yorker y The New York Review of Books. Sus crónicas recopiladas en libros como Los años en que no fuimos felices y Al pie de un volcán te escribo siempre tienen una breve introducción de su autoría que, a la manera de algunas novelas del siglo XIX, parecen alertar al lector para que no se sorprenda de lo que encontrará. “Si yo hubiera escrito las crónicas en español, hubiera escrito otras crónicas. El pasado es otro país, sin embargo, a la distancia creo que algunos textos siguen vivos. Lo que busco es que mis escritos se puedan leer como retratos de un momento en un lugar. Y ver ese retrato como un espejo”.
Sobre la situación actual en México, le pregunto si el narcotráfico y la escalada de violencia deberían ser un tema más recurrente para los periodistas de largo aliento.
—Yo entiendo a los reporteros. Con el narco no se puede hacer la crónica pública. Para crear la indignación pública hay que ofrecer información puntual.
—En uno de tus reportajes sobre Colombia a finales de los años ochenta, una pareja de bogotanos cuenta como una anécdota el estallido de una bomba en su vecindario. ¿Crees que la sociedad mexicana puede llegar a acostumbrarse a la violencia?
—El narco está luchando por impedir que la gente se acostumbre a la muerte. Con los asesinatos, las mutilaciones, se hacen publicidad. Publican lo aterradores que son. En Colombia, en cambio, era invisible la violencia. En mi época era un país no integrado; México es un país más integrado. La violencia nos ocurre a todos.
Cuando dice esto su energía parece disminuir. Hace el ademán de tomar el vaso con agua pero se arrepiente.
—Por ahí en el prólogo de Los años en que no fuimos felices señalaba que el gran peligro que se le puede aparecer a México era el narco. No sabía en ese entonces las dimensiones que alcanzaría…, pero el problema es que no se sube el tema al foro público, además de que el narco se instauró en una base de corrupción que es muy difícil de eliminar. Soy pesimista en general.
Al notar su decepción ante la actual situación del país decido preguntarle sobre su lucha con la escritura. Le comento que al leer un texto que escribió el desaparecido Tomás Eloy Martínez sobre Susana Rotker, el escritor y periodista argentino señalaba que “todo texto es fatalmente autobiográfico”. Al momento de escuchar el nombre del autor de Lugar común la muerte, el semblante de Alma Guillermoprieto cambia, y en su boca se dibuja una leve sonrisa cómplice. “Por supuesto, yo estoy en lo que escribo. Lo que yo recuerdo es lo que sucedió verdaderamente. En La Habana en un espejo conté la historia como quise que fuera, sin duda. Sin embargo me documenté durante un año en los archivos de los años setenta del periódico Granma. Por eso reconozco a la publicación en los agradecimientos.
—El propio Tomás Eloy Martínez siempre se preguntó ¿Por qué no se podía escribir un reportaje como una novela?
—Hay crónicas que trabajo a lo largo del tiempo como lo haría en una novela. Como con mi primer libro [Samba, 1990] para escribirlo estudié en una escuela de samba durante un año en Brasil.
—Dónde se tocan la crónica y la literatura.
—Yo aspiro a ser escritora de un género literario que es la no ficción.
—Juan Villoro escribió que toda crónica lograda es literatura bajo presión.
—Toda escritura es bajo presión, sólo que yo la hago con datos verificables.

Vivir para contarlo
Alma Guillermoprieto dictó en diciembre del 2008 en Guadalajara su conferencia “Como ser periodista y no morir en el intento”. A unos metros de ella, Gabriel García Márquez escuchaba con atención la defensa que hacía su amiga sobre la profesión.
Detrás del estrado, desde donde Alma Guillermoprieto hablaba, el mural de José Clemente Orozco escenificaba una imagen convulsa, donde hombres enclenques parecían seguir a sus líderes hasta un fuego infinito. Las figuras dolientes daban al relato un volumen inusitado. Su primera experiencia como reportera —narraba— fue cuando se encontraba por causalidad en Nicaragua, coincidiendo en 1978 con el levantamiento contra el dictador Anastasio Somoza. Desde ahí envío sus reportajes de guerra al periódico, que después se enteraría, era el prestigioso The Guardian. Joven en ese entonces y después de haber estado en Cuba unos años antes en plena euforia revolucionaria, Alma Guillermoprieto no se empacha al contar que simpatizó de inmediato con aquellos “locos sandinistas”. Sin embargo, tiempo después, al conocer a su primera lectora inglesa en un viejo autobús en Londres, reconoció que su obligación no era con las causas justas, sino con sus lectores.
Ese romanticismo parece nunca haberla abandonado del todo. “Lo malo de las revoluciones —dijo aquella vez en Guadalajara— es que terminan”. En su libro La Habana en un espejo, confiesa haberse enamorado, durante los meses que pasó en Cuba, de “Luis, el guerrillero a mi medida”. Casi veinticinco años después, uno de los primeros y más fieles retratos del subcomandante Marcos fue escrito por una reportera que no dejaba de manifestar cierta admiración por los desarrapados zapatistas.
Al entrevistarla en aquel pequeño jardín, a espaldas del templo de Nuestra Señora de la Paz, no puedo evitar preguntarle qué opinaba del rostro más reciente que un periódico capitalino le había endilgado al líder guerrillero.
—Lo vi de reojo —contestó como si no le diera importancia— creo que Marcos perdió la oportunidad de quitarse la máscara hace tiempo.
La reportera se nota cansada por las extenuantes jornadas del taller que imparte para la fundación. Con una voz apenas perceptible, se esfuerza por defender una manera de hacer periodismo que, ella misma acepta sin tapujos, está perdiendo la batalla contra internet.
Ese “viejo oficio de salir al mundo y regresar para contarlo”, como lo llamara en la Cátedra Cortázar, tiene en Alma Guillermorpieto a una de sus últimas amazonas.
—¿Seguirán escribiendo crónicas los reporteros latinoamericanos?
—Por supuesto —me responde con una sonrisa que la hace ver joven y desafiante.
—Siempre vamos a necesitar que nos cuenten cuentos.

Artículo anteriorMartha Hickman
Artículo siguienteUna pizca de cine