Abrazar el dolor

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En su Diccionario del Diablo Ambrose Bierce, sarcásticamente —como en todo ese libro—, define a la paciencia como “una forma menor de la desesperación, disfrazada de virtud”. Dejando de lado la burla del autor norteamericano, bien podría decirse que si parafraseamos sus palabras, en la cinta Amour  (2012) de Michael Haneke, el personaje del viejo Georges termina por convertir su agotada paciencia en un acto de virtuoso amor, al ayudar a su enferma esposa Anne a transitar con atajos su agonía. A terminar con el hartazgo físico y emocional que le supone la rutina de atender y ver derruida a su cómplice y compañera de vida; liberarla del lastre de un cuerpo que ella misma repudia.
Aunque como en toda obra de autor hay ciertas reminiscencias autobiográficas, este filme de Haneke resulta demasiado personal, ya que está basado y evoca el recuerdo de una anciana tía cercana al director, quien cuando tenía más de noventa años (y estaba lisiada debido al reumatismo) llegó a pedirle a Haneke que la apoyara para quitarse la vida, y a pesar de haberse rehusado no tanto por cuestiones morales, como por ser su “heredero legal” y sentirse incapaz de hacerlo, no pudo impedir que luego de un primer intento fallido, ella finalmente se suicidara. El argumento de Amour es obviamente otro, pero por él mismo y por estos antecedentes es que se ha especulado sobre si el cineasta pretendió abrir con la cinta un debate sobre la necesidad o no de la práctica de la eutanasia. Michael Haneke por supuesto ha negado esta intención, pero no sin darle la bienvenida a tal posibilidad.
Es verdad que en esta obra sus personajes están alejados de la patología y violencia que acostumbra retratar el director alemán, y que para ello bastaría mencionar trabajos como El séptimo continente o Funny Games en sus dos versiones, y también es cierto que el mismo Haneke dijo que ante todo se propuso enfocar su narrativa cinematográfica en una “historia de amor”, sin embargo, habría que creerlo sólo en cierta medida. Sí, aquí lo que se presenta es la común cotidianidad de una persona anciana enferma, sufriendo por sus achaques y por la incapacidad de valerse por sí misma, además del desgaste que por ello causa a quien está a su lado, y ese asunto es tan simple que cualquier espectador puede sentirse identificado, pero, sin necesidad de recurrir a los intrincados caracteres psicológicos, aún cuando el trasfondo sea el amor, y que en la pantalla se le aprecie a veces con  ternura, compasión y hasta algo de humor, sin duda lo que más ha hecho Haneke es presentar el dolor y asegurarse de que su público lo sienta.
Aquí “volví a las unidades del drama griego: tiempo, espacio y acción”, dice Haneke, y con esto logra una atmósfera más íntima y a la vez aislada del padecimiento físico de una persona respecto a su entorno social —además de que buscaba según él mismo, un tratamiento que por ser un tema tan serio fuera “más digno”, y por eso alejó el guión de las escenas de los hospitales, que le parecían tan sobadas; televisivas— y del exterior, porque así pudo hacer más evidente la opresión y soledad de los ancianos que “ven reducida su vida a cuatro paredes”. Partiendo de esto es entonces que Haneke nos muestra el dolor. El de dos viejos que pese a la edad siguen enamorados, sabiendo que más que nunca viven entregados al otro, y que si llegaron hasta ese punto es porque siempre pudieron serse fieles y confiarse hasta su propia muerte, en contraparte con su hija que absorta en su frivolidad, admite el engaño de su relación como una minucia en la que importa más lo que otros puedan hablar que la pérdida del respeto por sí misma al seguir ahí, y que así menos podría sentir verdadero amor por sus padres, ese que tanto necesitan ahora que mamá, la gran profesora de piano, ha quedado paralizada, y papá está dispuesto a acompañarla hasta el último momento en ese sufrimiento.
Y Haneke sabe cómo mostrar ese dolor ocultándolo, al igual que hace en otros de sus filmes. No hay en este caso la violencia que incomoda al espectador, y no porque sea vista, sino porque la sugerencia imaginada trastorna más por la fría presencia de la cámara que aparta la mirada; pero sí está la crudeza de quien está sobrellevando día a día la degradación de sus facultades físicas y mentales, y la devastación de quien sostiene los despojos del ser amado.
La virtud yace aquí, pues aunque choque con  la moralina del espectador, a Georges no se le puede odiar, pues su desesperación se torna en un acto de amor al sofocar la pena y el dolor que ya no pueden ser evadidos y sólo postergan el inflexible destino. Una acción de valor y determinación, para aprender a despojarse de las personas, para ser libres y estar en paz y permitir que el otro lo consiga, en lugar de aferrarse a lo que ya está perdido por egoísmo y hacer un mayor daño. La ensoñación de Georges lo ha levantado de su camastro, es momento de andar otra vez, y sabe que es mejor salir de escena acompañado de su recuerdo antes de destruirse a sí mismo.

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