A las siete de la tarde bajo el techo de piedra

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¿Alguna vez le ha cantado su café al oído?

Sí, el vapor de su café, que al elevarse le acaricia al mismo tiempo la nariz y el cuello con una calidez casi humana. Uno se queda ahí sentado, incrédulo y desconfiado, mirando fijamente cómo nace del centro de la taza un círculo vibrante que se extiende a las paredes, y después otro, y otro… El café salta de la taza, se desborda, los círculos concéntricos han explotado al unísono del Nessun Dorma, y en ese momento  el calor en la nuca obliga a girarse: la mesera está ahí, con un mandil negro a rayas y un gesto doloroso, entonando una de las más célebres arias de Gioacomo Puccini.

Son las seis cincuenta de la tarde y los transeúntes se detienen al pie de las columnas corintias del teatro más representativo de la ciudad, el mismo donde Plácido Domingo debutó en 1959 como Pascual de la ópera Marina. Y no son las mesas grises del pequeño café hoy ubicado en la planta baja, ni sus dibujos de arlequines en aquellas paredes sobrias, ni aun el aroma de los capuccinos invadiendo desde las tazas la banqueta de la calle Belén, lo que atrae a los paseantes a quedarse varados a las faldas del Degollado, sino las voces agudas, potentes y anónimas de una soprano y un tenor.

Unos a otros se miran cuestionándose con la mirada, mientras ella camina entre nosotros. Ha dejado de servir bebidas y ondea con entusiasmo la servilleta que escondía bajo el mandil. El ambiente se ha inundado de suspiros y tarareos. ¡Qué importa la letra donde la melodía triunfa! tras el “Nessun dorma” inicial, el “Dilegua, notte! Tramontane, stelle” anuncia el crescendo con el que la explosión de un agudo y doloroso “All’albavincerò! Vincerò” corona la pieza con espontáneos aplausos.

Ahora no importa por qué estamos ahí, nos hemos puesto cómodos, reposando en las sillas, descansando en la banqueta, en los escalones de la puerta principal, todos en torno a una voz.

El orgullo de estar formando parte de algo que se antoja especial, nos da un aire de fotografía sepia venida a color. El corazón no ha regresado todavía a su sitio, y ya salta de nuevo ante la sorpresa de un “O sole mio”. Viene del fondo, se escucha en la cocina y sale caminando en forma de mesero que declama una vieja canción napolitana. Son los teléfonos celulares y las cámaras digitales los que nos devuelven de tajo al presente, a este mundo moderno en el que unos minutos después habremos inmortalizado un instante sorpresivo. Primero son dos, al final somos nueve los que grabamos para no olvidar, para afanarnos en preservar aquel “O sole mio, sta ‘nfronte a te, sta ‘nfronte a te” vibrante del final.

Alta cultura callejera
No hay quién ordene una tisana, ni camarero disponible para tomar la orden. Todos han hecho una fila involuntaria para apreciar desde el mejor ángulo posible la interpretación de una pieza más, regalada al viento por dos voces cómplices que entonan esa canción bien conocida de cuyo nombre, ninguno de los presentes, queremos acordarnos. El ritmo se trasmina por las piernas y se concentra en la punta del pie “un, dos, tres”, cuando somos dos, cuatro, seis los que seguimos percutiendo el piso al son del dúo entre Alfredo y Violetta, “un, dos, tres”, con acento en el “ún”, “un, dos, tres” a punto de baile, y ¡eccolo! se ha disipado la duda. ¡Es el brindis de la Traviata!

Los aplausos se abalanzan sobre el único segundo de silencio tras aquel “in questoparadisonésoprailnuovodì”. La banqueta se ha tornado en escenario, los parroquianos en público y la música en un pretexto, por el cual permanecemos juntos y expectantes en aquellos palcos callejeros al pie de las columnas. Queremos más, indagamos entre los rostros de los meseros preguntando con la mirada, “¿qué viene ahora?”. Miramos impacientes en dirección a la cocina, debajo de las mesas, en torno a la barra. Ahí viene uno de ellos con un pergamino en la mano que deja caer pesado como hacían antaño los mensajeros: “Descubre el Centro Histórico. Activaciones de ópera. Invitación a la temporada del MET en el Teatro Diana. Gracias a los tapatíos Mariana Estrada (soprano) y Jesús Figueroa (tenor)”.

Eran las siete diez minutos cuando entendimos que había terminado. Volvimos de golpe a la realidad, sacudiéndonos la ropa, levantándonos del piso, reincorporándonos al mundo; donde unos caminan, otros beben y yo observo un café que ya no canta, ni vibra, pero expide un aroma que recuerda a Verdi, “un, dos, tres”… y la punta del pie no consigue parar.

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